Una tarde cualquiera

Una tarde cualquiera

Pasa el mediodía, la tarde. Ya son las 17:00 hs y recojo a Bruno en circo. Una niña sale enfadada, acusándolo de haberla tratado mal. Pido al universo que no me pare otro padre (más) para quejarse, pero no me oye. Se acerca alguien para preguntarme si soy su madre. Le respondo que solo soy la incubadora que lo dio a luz, que el resto lo ha hecho la cultura y la educación. Se aleja. En eso, sale su profe. Parece entenderme con la mirada. Viene con una sonrisa y me aclara que ha sido un problema pequeño y sin importancia. Me excuso y le digo que hoy, precisamente, no tengo ganas de hacer campaña ni dar explicaciones. Me pregunto si existe la profesión de «representante social» para estas situaciones, que dé la información por ti. También, me prometo seguir la recomendación de una amiga, que hizo tarjetas de visita para esos momentos desagradables cuando se acercaba alguien con espíritu de locomotora. Decían algo así: «Paciencia, por favor; es autista. Más información en…» y una serie de páginas web.

Ya en el coche, Bruno empieza a contar lo sucedido: «la niña mintió. Dijo que le iba a decir a Inés que me portaba mal para que me regañara. Eso es imposible, las hermanas no mandan, mandan las mamás. Es una mentira, y mentir está fatal».

Miro el cuaderno del aula TEA: veo una anotación de la integradora con un «pensamiento venenoso» en rojo y otro «antídoto» en verde. El rojo dice «profe, quiero mandarte a la porra», el verde «estaba peleándome con un amigo y es normal que el profe se enfade conmigo». Le pregunto qué ha ocurrido y me dice muy serio «he mandado a la porra a mi profe. Y pondré un cartel que diga “prohibido salir de la porra”». Se angustia y empieza a llorar. Hablamos largamente. Por suerte, el maestro nos escribe con caras sonrientes, contándonos la anécdota y pregunta: «¿habéis visto dónde me mandó Bruno?» No hay duda: tenemos el mejor profe del mundo. Larga vida al chino de la mañana y a los maestros como él. El resto del día parece en orden: nos cuentan cómo han pautado su pánico al baño y que los cascos que usa en el comedor por su hipersensibilidad auditiva lo calman bastante.

Merendamos. Inés le enseña un dibujo. Comete el grave error de preguntarle algo cuya respuesta no quiere saber. Intento impedirlo, como en esas pelis donde la acción se sucede a cámara lenta… Pero no llego: la realidad siempre es más rápida. «¿Te gusta, Bruno?», pregunta. «Es el dibujo más feo que has hecho», le dice convencido. Inés llora; Bruno está desconcertado. Le explico que ha herido sus sentimientos. Me pregunta porqué no podemos decir lo que pensamos y si «la porra» es un lugar que está lejos o cerca de casa. Le digo que es un buen tema para charlar con la psicóloga. Hay que apurarse. En unos minutos hay que salir para el centro terapéutico. En el metro lo miran, porque él se acerca a los móviles de la gente, los toca y les habla sin parar. Trato de impedirlo en la medida de mis posibilidades; al mismo tiempo, pienso que si alguien cambiara el enfado por atención, ganaría en todos los niveles del juego. Hoy hemos batido el récord: solo dos personas me han dicho que es un maleducado y apenas 15 nos echaron miradas de rayos láser. En esos momentos él y yo nos preguntamos si en el mundo hay lugar para nosotros. «Tal vez en una galaxia muy lejana…». No entiendo por qué en los encuentros para padres se esmeran en relajarnos, cuando lo que deberían hacer son «talleres de respuestas creativas a situaciones límite».

Llegamos a casa cansados, es lo que tiene pertenecer a la orden de los jedis. Ha sido una sesión de terapia intensa. Ya son las casi las diez de la noche y aún no hemos cenado. Ya en la cama, leemos Yo sé muchas cosas, de Ann y Paul Rand. Empieza el diálogo: «¿Y tú qué sabes, Bruno?»; sonríe y responde «sé aprender a nadar». Luego hablamos de que hay muchas cosas aún no sabe pero que le encantaría saber. «Mamá, no sé hacer las cosas “libre”. Hacer las cosas “libre”, es hacer las cosas bonitas». Dudo si se refiere a días atrás, cuando preguntó a sus maestras qué era eso, tan variado, que hacían sus compañeros en el aula en el tiempo libre o si está hasta el moño de tener todo tan pautado.

Le doy un beso grande y ruidoso. Me encantaría decirle que a ser libre también se aprende, y ese aprendizaje implica muchas conquistas; pero me callo. Confío en que hallará una respuesta a su medida. El futuro aún es muy largo y alto. Ahora, tengo que apurarme porque son casi las 23:00, hay que imprimir las fotos para el cuaderno viajero, escribir lo que ha hecho en terapia y contestar a los correos de la asociación. Cada vez cortan más recursos. Aunque ya está dormido, le cuento que tendremos una reunión de aula y le hablaré a los papás y a las mamás sobre lo maravilloso que es: nombraré su extraordinaria capacidad de imaginar historias y juegos; la asombrosa visión del mundo donde caben las soluciones más ingeniosas; la pasión por el infinito y la necesidad vital de fabricar todo tipo de protección para los más vulnerables. «Les contaré, Bruno, cómo minuto a minuto luchas para ordenar el caos inherente a la vida, de tu fuerza, tus ganas, sensibilidad y valentía». Estoy segura de que lo entenderán.

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