Una mañana cualquiera
El fin del mundo, el origen del Big Bang o el estallido de una supernova puede comenzar con la ausencia de una caja de cereales. A las 6.58 ya tengo esa certeza. «¡Cereales con azúcar para el desayuno! ¡Mecachis! ¡Ayer llegué muy tarde y no pude comprarlos!». Visualizo el tamaño del tsunami: no sobreviviré. Calculo los segundos para volar al ordenador, buscar los pictos adecuados, imprimir y, por supuesto, crear un escudo para soportar gritos Premium. Tengo tiempo para todo, menos para el escudo. ¡Mecachis otra vez!, con lo bien pensado que estaba. Invoco al Correcaminos, pero está con el Coyote. «¡Cereales!» digo en alto. Mi marido abre medio ojo y me dice que ayer compró en el chino. ¡Próspera existencia y larga vida a la cultura oriental en la esquina de mi casa! El autismo de mi hijo solo admite ese exclusivo desayuno. Me consuelo pensando que al menos no es un terodáctilo tostado. Vuelve esa sensación de que me olvido de algo.
Despierto a la trilogía por orden de aparición en el mundo: Inés, Bruno, Bruno, Bruno, Bruno, Laia. (No es un error: Bruno es la edición especial con suplementos exclusivos). «Vamos, hijo, es hora de levantarse», le digo mientras me aseguro de dejarlo en el cuarto de baño. Corro a preparar los desayunos. Ahora invoco a Einstein y a su teoría de la relatividad para que estire el tiempo. Los científicos son más fiables que los dibujos animados. Saco la taza cuando oigo el llanto y los gritos. Vienen del váter: «Mamá he hecho pis antes de lavarme los dientes. ¡Lo he hecho mal! ¡Me he equivocado! ¡Por favor, ponme el pis!». Lo abrazo con fuerza para que se calme y recupere, poco a poco, el sentido corporal. Le digo que si se toma toda la leche en un ratito podrá hacerlo en el orden que prefiera. A las 8:00 hs aún sigue el llanto: «Mamá, es que no me gustan los cambios»; «Lo sé, mi amor, lo sé, pero… ¿y si te ganas la lotería y te puedes comprar todos los videojuegos del mundo? O… si hoy te digo que en lugar del cole nos vamos al parque de atracciones?». El gesto empieza a cambiar lo suficiente para que contrataque: «¡Ajá, señor! ¡Entonces no todos los cambios te enfadan. Hay cambios que molan!»
Por fin, vamos a la cocina. Es jueves, toca la silla de madera. Por suerte, su hermana Inés ya se sabe el calendario. Martes, jueves y sábado, él se sienta en la silla de madera al lado izquierdo; lunes, miércoles y domingo, la blanca, a la derecha. Primera batalla ganada: desayunamos. Tenemos poco tiempo, pero hay que cuadrar agendas: hoy toca aula TEA (cuaderno viajero actualizado, pero debemos no olvidar escribirle a la integradora social sobre la crisis de ayer, tampoco comentarle que estuvo con la psiquiatra), recogerlo en circo y llevarlo a terapia de habilidades sociales. Tenemos que llamar al centro de terapia ocupacional para cambiar la cita, y pedir otra para la evaluación sensorial en otro sitio. «¿El martes que viene cómo los tienes?», pregunto a mi marido, que tiene el cronograma en su cabeza: «tenemos cita con la orientadora del centro y el equipo». (Apunte mental: restructuar el escudo anti gritos y sumarle inmunidad, oírla es peor que ir a Mordor). Sigue: «ese día, además, la terapeuta individual quiere vernos, tendremos que busca otra fecha». ¿Miércoles? ¡Imposible! Cita en digestivo por su problema de madurez estomacal (muchos niños con TEA lo tienen). ¿Jueves? ¡Terapia! ¿Viernes…? Misión fútil. Me siento una pop star mirando la agenda. Todo se desvanece y me veo entre fotos y flashes. Hasta que recuerdo que olvido algo importante… ¿pero qué?
Toca vestirse. Le pido a Bruno que se ponga su ropa, se peine y se lave los dientes con indicaciones varias. Voy a cambiar a Laia, de dos años, e imploro que Inés vaya con piloto automático. Finalmente, regreso a su habitación: sigue en calzoncillos. Definitivamente llegaremos tarde. No entiendo qué ha pasado hasta que me responde: «Lo siento, soy chico de una sola orden». Sé que estoy atrapada. Empieza una terrible lucha dialéctica, mientras lo ayudo a vestirse:
—El doctor zombie…
—¡La camiseta! (llegamos tarde)
—Entonces, la planta hielaguisantes…
—¡Pantalón! (llegamos tardísimo).
Mi dragón interior despierta. Mando al mismísimo demonio los cursos sobre autismo y me digo lo evidente: lo que necesito es un doctorado en zombies.
En ese eterno instante, Inés intenta hacerse una coleta —como puede— y Laia aparece sonriente totalmente desnuda y sin pañal. La normalidad es un austrolopitecus de dos años, un experto en el otro mundo y una preadolescente que requiere un capítulo aparte. En el taller para padres de niños con necesidades educativas especiales nos dijeron que en estos casos tenemos que visualizar, contar del 1 al 10 y res-pi-rar. Así lo hago: uno, declaro muerte tortuosa al reloj. Dos, la situación solo puede empeorar. Tres, me parece que esto no es a lo que se referían con contar. Cuatro, esto no me sirve da nada; entiendo porqué me caen fatal esos monitores. Cinco, romper cinco sillas me haría sentir mejor. Seis, no puedo hacerlo porque habría que reponerlas con el dinero de la terapia. Siete, ¡lo visualizo! Ocho, me veo partiendo sillas a diestro y siniestro, una de ellas en la cabeza del horroroso orientador de Atención Temprana (trauma no superado). Nueve, ¡al fin entiendo lo que es la visualización! Diez, ya no hace falta: la mañana es una ruina, pero mis mortíferas fantasías me rescatan. La idea de que olvido algo regresa.
Mi dragón está despierto, pero un poco más tranquilo. Miro a Bruno y susurro para mí misma: «ojalá supieras cómo me siento…». Entonces él, que tiene oídos supersónicos, me responde sin dejar de mirar lo que está haciendo: «lo sé: solo olvidaste que éramos amigos».
Por fin, salimos para el cole. En el camino me cuenta que cuando sea grande quiere ser explorador, maestro, corredor de carreras, descubrir una cura contra el ELA, programar una alarma contra delicuentes de alcance internacional y «hacer puenting». También se queda serio y me dice que tiene miedo, pero que ha tomado una decisión: «Mamá, les voy a contar a los amigos lo que me pasa. Les voy a contar que hay muchas cosas que no entiendo. No entiendo cuando la gente habla a al vez. Pero ¿qué hago si dicen ‘ese niño es un tontorrón’? » Recuerdo, entonces, la escena de ayer. Inés me ha contado que en el patio de comedor hay niños que lo llaman tonto, y otros que lo defienden porque «está enfermo del cerebro». Las criaturas no saben que el autismo no le exime de tener orejas. Otro nudo por desatar, en el estómago y en la vida.
Despido los mayores con un abrazo y los veo entrar con la felicidad de quien corre una carrera con obstáculos. Si no fuera por los 30 kilos demás, sentiría que realmente fue así. Pero la fantasía de estar fantástica no me la quita nadie, ni la sonrisa tampoco. Es la mañana, el sol brilla y el día recién empieza a desplegar sus posibilidades. Entonces, solo entonces, lo recuerdo: ¡Faraones! ¡Teníamos que buscar algo sobre Egipto! ¡Sabía que se me olvidaba algo!
Continua por aquí…