Rivas Vaciamadrid, 15 de diciembre de 2016
La contraseña
Querido Bruno:
Es otoño y se acerca la Navidad. Afuera hace frío y hay sol a la vez; parece que el tiempo se hace eco de nuestras contradicciones. Y el viento, siempre penetrante, no hace más que acobardar lo mejor de nosotros mismos. No es un buen día. No ha sido una buena semana y mucho menos, un mes reseñable. Los días han escrito tu angustia y, con ella, también la mía. En el cole no dejan de llamarme y hablarme de peleas, gritos, enfados y llantos. En algún momento, dejo de escuchar. Me pregunto si los educadores, al igual que los médicos, son conscientes de que, si pronuncian determinadas palabras, las familias ya no podemos oír más. No es voluntario, simplemente es así.
Antes de dormir leemos uno de tus libros favoritos: La noche de la visita, de Benoît Jacques. Se trata de una divertida versión de Caperucita Roja, en la que el malvado lobo intenta todos los disfraces posibles para entrar en la cabaña de la abuelita. A veces es un comerciante, otras un cocinero y, en ocasiones, repartidor. Pero la pobre… ¡oye muy mal! El lobo llama y llama a la puerta… es en vano. Finalmente la abuelita, convencida de que un ser inocente quiere entrar en su casa, intenta recordar la contraseña que abre la puerta: “gira la bicicleta y el patinete humeará” , “aparta la cebolleta y la salchicha se freirá” , “mírate el careto y la campanilla sonará”. No hay nada que hacer, su memoria es tan mala como su oído, por eso dice “¡Cáspita en la punta!” con cada intento. A veces pienso que leemos este libro sólo para llegar a esta escena, porque no paras de reír. Esta noche tu voz es un cascabel que moviliza. Algo en mi profundidad se coloca.
Terminamos la lectura y te escondes entre las sábanas: «mamá, tienes que averiguar la contraseña», me dices. «Yo quiero saber cuál es la contraseña que, cuando te pones nervioso, hace que te tranquilices”, respondo muy seria. «Es la misma que abre el portón para que me puedas hacer cosquillas», me aclaras. Sigo tu mirada hasta el libro. Intuyo a qué te refieres, pero antes pruebo, para comprobarlo, con una palabra sin más: «la contraseña es: patata». Entonces sucede, se hace un “clic” silencioso cuando me recuerdas el pacto tácito que firmamos hace tiempo: «No, tiene que ser como en el cuento». Otra cosa se coloca, pero también pasa desapercibida. Empiezo a decir frases absurdas, parecidas a las de la abuela: “trae un cerebro y el zombie explotará”, “cómete un fideo y la baba escurrirá”. Ríes más y más. Ahora algo se libera. «¡Cáspita, en la punta!» respondes con cada uno de mis fallos. En ese momento ocurre algo inesperado: «ahora vete», agregas y, luego, asumes la voz de un narrador totalmente inventado: “Veinticinco años después regresas y…”. Paradoja: la primera luz de esos días la veo de noche. Es débil, vulnerable, sin embargo no por eso deja de existir.
Jugamos un rato más, hasta que tu risa se cansa y mis ideas piden una tregua. Te doy un beso enorme y nos despedimos. Recojo un poco la habitación, apago la luz y regreso a darte el último abrazo; pero ya estás dormido. Qué pena. Me hubiera gustado decirte que averigüé la contraseña. Es el amor, Bruno. Siempre es el amor.
Te quiere,
Mamá.
Benoît Jacques
A buen Paso