La belleza de la oscuridad
Por alguna razón, a diferencia de algunos países orientales, en Occidente hemos optado por la luz. La vida se dispone en función de ventanas amplias, paredes blancas, objetos delicados que repelen todo indicio de oscuridad. El sol traspasa nuestra cultura y deja al relieve la tranquilidad que traen los tonos impolutos. Esta concepción ha calado en los libros infantiles. Las tramas se desarrollan en función de la necesidad de revelar o arrojar luz sobre ciertos temas, y en páginas dominadas por la claridad o el minimalismo. No se trata de una crítica —hay excelentes libros con estas características— sino de una observación. Junchirō Tanizaki cuenta que en Oriente sucede lo contrario. En Japón, por ejemplo, todo cobra sentido a través de la sombra. La oscuridad comenzó con largos aleros para proteger las casas de las ráfagas de la lluvia, y desde entonces, han hecho de la necesidad virtud. El material de la vajilla se elige en función del brillo respecto al ambiente anochecido; los cuadros o flores que adornan del toko no ma —hueco en la sala— se escogen por la profundidad de la sombra que genera: “a nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apenas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás”. La sombra, por tanto, no es funcional sino estética, y define una forma de vida.
En esta línea se encuentran Duermevela, Regreso a casa y Sombras. Tres álbumes donde la presencia de la oscuridad nace de un principio ligado a la belleza. El negro no es un monstruo que vencer ni un amigo incomprendido, sino un paisaje destinado a cautivar.