«Siempre me dicen que les llevo una ventana»
Alicia Bululú cuenta su experiencia como narradora en un centro penitenciario de Sevilla. Los cuentos que lleva, las historias que trae. Los libros que quedan y ayudan a respirar.
Podría empezar por decir que es narradora oral, actriz y titiritera; licenciada en Pedagogía y Máster en Teatro Social. Pero Alicia Bululú es mucho más: sueñera de día, dormilunas de noche; cazadora de soledades algunas tardes y, desde hace cinco años, la voz que envuelve a los presidiarios del Centro Penitenciario de Morón. Dicen que las palabras de Alicia Bululú forman moléculas de un oxígeno parecido al de la libertad.
Alicia, ¿Cómo surgió la posibilidad de contar en cárceles?
En el centro penitenciario de Morón hay un educador increíble que se llama Joaquín. Suele pasarse por la biblioteca municipal Blas Infante para recolectar los periódicos de fechas pasadas y llevarlos a la biblioteca de la cárcel. Al mismo tiempo, en la B.P.M. Blas Infante, hay una bibliotecaria increíble, que se llama Reyes. Un día, a Reyes se le ocurrió aprovechar el presupuesto de la biblioteca para llevar una sesión de cuentos a los lectores de los periódicos. Entonces se lo dijo al educador, quien lo puso todo a favor para que esta iniciativa saliera adelante. Este servicio tan fabuloso se llama extensión bibliotecaria, y consiste en llevar los libros a donde no pueden llegar de otra manera. Lamentablemente, muy pocas bibliotecas llevan a cabo esta labor. Reyes confió en mí para este trabajo. Hace años que colaboro en Blas Infante de manera profesional haciendo sesiones familiares y para público adulto.
¿Recuerdas cómo fue tu primera sesión?
Recuerdo el previo. Tenía muchísimo miedo. Había actuado en otros centros penitenciarios, pero nunca sola. Me preocupaba ser mujer en un centro solo de hombres, que no vieran historias, que no me respetaran, que vieran todo lo vulnerable que soy. Creo que no tenía ni idea de dónde iba. Fue espectacular. Me han tratado siempre como una igual, entran tanto en mis historias que olvidan que existo. Y la gratitud que recibo es el mejor de los regalos.
¿Has notado cambios en el público desde la primera sesión hasta ahora?
He notado muchos cambios. El primero, que formó uno de tantos, fue cuando nos invitaron a una fiesta de entrega de premios a las entidades colaboradoras. Ellos no sabían que yo había decidido asistir. Cuando me vieron se pusieron nerviosos y yo no entendía muy bien por qué. Desde que empezó la ceremonia los internos empezaron a ofrecer actuaciones de talentos entre premio y premio. Entonces sucedió: había actuaciones de “cuentacuentos”, ellos decidieron por iniciativa propia ofrecer el arte de contar historias como un regalo para la audiencia. Algunos cantaban, otros tocaban instrumentos, alguno soltaba algún chiste… pero la mayoría ¡contaba historias! Cada vez que uno de los narradores terminaba me miraba con respeto pidiendo aprobación; yo les animaba y les daba aliento. Ese día lloré mucho. Es un campo en barbecho, detenido en el tiempo, en el que cualquier semilla es recibida con entusiasmo.
¿Hay algún cuento que te lo pidan una y otra vez?
Pues no, lo cierto es que no. Pero sé que los repiten ellos, porque me cuentan entusiasmados como los comparten por teléfono con sus familias. Reciben como agua fresca las nuevas historias.
¿Sabes si tus contadas han influido de alguna forma en la actitud de los presos hacia la lectura y hacia la vida en general?
Ay, sí. La última experiencia fue increíble. Habían leído muchísimo, me contaron cosas que encontraron en los periódicos y cómo, al leerlas, se habían acordado de mí. Entraron en debate con cosas que sabían unos y otros. En aquella ocasión, les dejé de regalo uno de los libros que utilicé para la sesión. También, suelen anotar las reseñas para pedir que les traigan los libros desde fuera. Y cuando acaba la sesión se acercan a la mesa donde tengo los libros para verlos de cerca y detenerse en cada historia.
¿Cuál crees que es el aporte que hace la literatura en este contexto?
Ellos siempre me dicen que les llevo una ventana. Que es el único momento en el que de verdad olvidan que están allí, porque han viajado a otros universos. Pero yo noto también que es un espacio para la sensibilidad, para la contemplación estética, para la belleza. Los ayuda a relacionarse con el mundo de otro modo. Creo verdaderamente en la reinserción y siento que la literatura ofrece caminos.
¿Puedes contarnos alguna anécdota significativa?
Hice una sesión solo para ellos, en la que hice acopio de historias tradicionales gitanas provenientes de todo el mundo. Me apetecía contarles que todos somos tan mestizos como las historias. Elegí como hilo conductor el pan. Todos los cuentos seleccionados tenían que ver con este alimento sagrado para ellos y presente en tantas culturas. Resulta que el módulo 11, que es al que suelo ir, había cambiado de ubicación, y esa mañana fuimos por otro camino hasta el nuevo pabellón del módulo. Descubro para mi sorpresa que pasamos por delante de una fábrica de pan, ¡en el centro penitenciario! Repasé mentalmente todo lo que llevaba, cambié inicio y final, e incorporé en la medida de lo que pude su pequeño rincón panadero. Los ojos les hacían chiribitas, sobre todo con el cuento final que habla del reencuentro de una familia tras muchos años de separación. En ningún momento pensé en que esa historia podía extrapolarse a sus vidas. Sólo cuando estaba llegando al clímax y les vi la ilusión en los ojos comprendí el paralelismo, e inevitablemente me emocioné en el final del cuento. Entonces, para mi sorpresa, comprobé que estábamos todos llorando. Compartir lágrimas es una cosa que hermana. Al llegar a casa y repasar uno de los libros descubrí que me habían dejado una nota dentro: un refrán sobre el pan que no había escuchado antes “A quien cuece y amasa nunca hurtes hogaza”. Yo les cuido con historias, ellos a mí con refranes.
Si algo ha quedado en el tintero… ¡este es el momento! Puedes contar lo que desees…
Uno de los internos lleva un gorrión al hombro. Otro fabrica barcos. Algunos pintan cuadros de paisajes abiertos. Cantan y sueñan. Y me preguntan muchas veces si se cumplen los sueños. Ellos llevan la libertad en su mirada y sin embargo son víctimas de un sistema arcaico e injusto. Muchos permanecen años y años por delitos menores, absurdos, como ser analfabeto y no poder sacarte el carnet de conducir porque con pocos años tenía que acompañar a su familia itinerante para sobrevivir, y con muchos años tenía que conducir para ganarse la vida. Otros por hipotecas sin pagar. No justifico el delito, ni mucho menos. Pero sí que me parece que hay sentencias desproporcionadas, injustas comparadas con otras tan evidentes, tan descabelladas, y que se airean tan libremente. Pareciera que ser pobre es más delito que cualquier otra causa.