Las vidas paralelas

Las vidas paralelas

Siempre he creído en las vidas paralelas. En esas actividades que hacemos casi a escondidas, en esos paseos que hacemos en compañía de la propia voz. Yoga, ajedrez, correr, dibujar, cantar, coser y cocer entre fogones… todo vale para arañar la realidad y dejar que entre el aire fresco. Para ensayar ser otro o liberar una parte de uno mismo.

En mi caso, la vida paralela pasa por el boxeo. Empezar a vendarme y ponerme los guantes es un ritual que activa el gozo y lo distribuye por las venas. En pocos segundos habrá recorrido todo el cuerpo. Es intenso, agotador y, en ocasiones, no llego al final del entrenamiento. Sin embargo, hay algo en todo ese esfuerzo que me limpia la mente y, aunque parezca una paradoja, me permite descansar. Es un sitio donde la palabra le cede el dominio al cuerpo y se piensa con las manos y las piernas. Allí la razón se duerme para que despierten los músculos y la intuición. En el club de boxeo no hay arte, pero sí belleza; y se entrega, en el ring, la más pura autenticidad. Y entonces, solo entonces, la carga de los días se esfuma como si nunca hubiera existido.

He descubierto que tengo una torpeza a prueba de toda explicación, una voluntad de acero, compañeros extraordinarios y un entrenador maravilloso. Soy, con diferencia, la peor. Desde esta desventaja me permito el lujo de darlo todo y establecer lazos originales con el ambiente. El proceso de adaptación que conlleva ser un desastre es un precio asequible por la posibilidad, tres veces a la semana, de alejarme de mí misma para encontrarme.

Creo que todos deberíamos tener una vida paralela a la que escapar. Un sitio al margen de la realidad imaginada, que nos regale la libertad de inventarnos otra vez, que no sitúe en otro lugar del escenario. Un lugar que nos de la fuerza suficiente para luchar, cada día, el último round.

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