La nostalgia de la alegría

La nostalgia de la alegría

Cuando era pequeña me encantaban los días de lluvia. Me parecía que la gente estaba especialmente alegre: algunos saltaban los charcos, otros jugaban con el paraguas, estaba quien sorprendía con una escena cómica o romántica. Han pasado los años y en mi presente la lluvia suena de otra manera. Su significado está ligado a la pesadumbre. Veo el enfado de la gente, pienso en lo que implica salir con tres niños, en las luchas de paraguas, en los tiempos de atasco interminable… Antes las tormentas y yo éramos buenas amigas, ahora tengo nostalgia de su alegría. ¿Qué ha cambiado desde entonces?

Hace pocos días una noticia se había hecho viral: Shay Bradley, veterano de guerra irlandés, había gastado una broma en su propio funeral. En el momento del entierro se empezó a oír: «¿Hola? ¿Hola? ¡Sacadme de aquí, esto está jodidamente oscuro! ¡¿Lo que estoy oyendo es la voz del cura?!» junto a unos simulados golpes en el ataúd. Era una grabación que había preparado en complicidad de su hija un año antes. La gente no pudo más que reír. Allí, en pleno cementerio, las carcajadas transgredieron el silencio, como antes la lluvia hacía con mi visión de los días.

El recuerdo de mi infancia y esta noticia tienen un punto en común: el conocimiento de la capacidad del humor para transformar la realidad en algo único, liberador y memorable.
Curiosamente, en todos los años que llevo leyendo artículos, libros y recomendaciones sobre el autismo, nunca encontré nada sobre la necesidad de sonreír o reír en los marcos educativos y terapéuticos. Nada que a nuestros hijos e hijas les recuerde esa parte tan humana que se basa en las cosquillas de ciertas ideas, la vitalidad del absurdo y el porque sí. Nada que hable a las familias de lo fundamental del encuentro con los amigos y amigas, solo porque la vida es una sola y nos merecemos, al menos, un rato de alegría. No es un principio científico, pero hace bien. Lo sé porque hace poco nos reunimos por primera vez con otras familias de niños y niñas peculiares, y sentí algo cálido y radiante, más allá del clima. Algo que volvía como un recuerdo antiguo y borroso, y que tenía ganas, muchas ganas, de sentir más fuerte.

A nosotros, entre terapia y terapia, quejas y crisis, se nos olvida la necesidad de reír. Me gustaría que, de vez en cuando, alguien me lo recordase, porque la agenda está tan desbordada que olvidamos dejar un hueco para apuntarlo.

Durante el verano, Bruno vio la dedicatoria que nos había hecho nuestro querido Emilio Urberuaga hace mucho tiempo. La observó con detenimiento; su mirada cambió.

Entonces dijo: «Yo no sé si esta peculiaridad que tengo hace bien a esta familia… No sé si el autismo es bueno o malo. Mirad: me ha dibujado hacia otro lado, diferente. Y ser diferente es estar solo». La respuesta que di, en este caso, poco importa, porque me gustaría resaltar la naturalidad con la que su hermana de 12 años tomó la palabra. «Mira, Bruno, la verdad es que en esta familia cada uno mira para donde se le da la gana. Y tú eres muchas cosas, como un puzzle: eres tu capacidad de crear historias, tus huesos, tu autismo, tu facilidad para las mates… pero si algo te hace único eso es el olor que dejas en el baño. ¡Menudos zurullos! Ahí nadie te supera». Bruno se empezó a reír y la conversación derivó en detalles que prefiero ahorrar en este espacio. Ya, más relajado, Inés siguió, como al pasar: «Además, menos mal que uno mira hacia otro lado. Si cruzamos una calle y viene un coche en tu dirección, si no es por ti, ¡podríamos morir atropellados! Considérate un salvador».

Fidel Pinto, un humorista argentino, decía «Llorar es fácil, tráigame una cebolla y lloraré. Ahora, por favor, deme la hortaliza que me haga reír». Lo cierto es que reír, cuando alguien en tu familia sufre y ese sufrimiento se hace estructural a todos sus miembros, es difícil, pero no imposible. En la rutina hay grietas, formas y oportunidades, porque el humor no está en lo que ocurre sino en la manera en la que miramos. Por eso, en casa las historias sociales incluyen algunos comentarios que no son útiles para la acción, pero sí para recordarnos la alegría.

Después de todo, somos una familia que subvertido el orden socialmente establecido. Como el humor transgredimos la realidad, cada día, para estar en ella. Me despido con uno de los maravillosos pasajes de Persépolis: «Aquel día aprendí algo fundamental: uno solo puede sentir autocompasión cuando las penas son soportables… una vez superado ese límite, la única forma de soportar lo insoportable es reírse de ello».

Julio Cortázar – Emilio Urberuaga
Libros del Zorro Rojo

Marjane Strapi
Norma editorial

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